En la calle de San Mateo, número 13, en el Barrio de Justicia de Madrid, con tranquilidad y discreción, alejada de los focos y de la atención mediática de otros centros culturales, se encuentra la sede del Museo del Romanticismo. Si hace un par de días hablábamos de la Galería de las Colecciones Reales y comentábamos la lógica escasa presencia del siglo XIX en dicha institución, el Museo del Romanticismo se convierte en la visita complementaria perfecta para cubrir el hueco señalado y conocer cómo fue el arte decimonónico y los cambios sociales, económicos y políticos a los que estuvo asociado. Fue inaugurado en 1924, con el nombre de Museo Romántico. Tras su reforma, que finalizó en 2009, adoptó su actual denominación. Se encuentra ubicado en el antiguo palacio del marqués de Matallana, un edificio de estilo neoclásico diseñado por Manuel Rodríguez García (primo del también arquitecto Ventura Rodríguez) datado en 1776. La fundación de la institución se debe a Benigno de la Vega-Inclán, segundo marqués de la Vega-Inclán (cuyo busto preside el vestíbulo del edificio), nombrado Comisario Regio de Turismo por Alfonso XIII y que, como focos de atracción de visitas, creó la Casa de Cervantes en Valladolid, el Museo del Greco en Toledo y el Museo Romántico. Tras la guerra civil y la muerte de su fundador, la labor como director de Mariano Rodríguez de Rivas supuso un impulso trascendental para el crecimiento y desarrollo de este centro cultural. En la actualidad, el museo no solo es una recopilación de obras de arte (en el recorrido, podemos ver piezas de, entre otros, Goya, Leonardo Alenza, Eugenio Lucas, Federico de Madrazo, Vicente López, Francisco Lameyer, Carlos Luis de Ribera, Genaro Pérez Villaamil, Carlos de Haes, Antonio María Esquivel, Vicente Palmaroli, Joaquín Espalter, Manuel Cabral Aguado-Bejarano, Eduardo Cano de la Peña, Alejandro Ferrant y Fischermans...) sino que, a través de sus salas, busca reconstruir y recrear el espíritu de la burguesía de la época y explicar los principales rasgos de la cultura, la sociedad y la política de dicho momento histórico. Entrar en las estancias del antiguo palacio del marqués de Matallana es realizar un viaje en el tiempo en el que podemos sumergirnos en las costumbres, usos y maneras de una casa burguesa decimonónica y comprender algunas de las ideas, gustos y tendencias dominantes. En relación a lo dicho en nuestro anterior artículo sobre la Galería de las Colecciones Reales, museo en la que el siglo XIX tiene una reducida presencia, el complemento perfecto al recorrido por este último museo es la visita al Museo del Romanticismo, que nos permitirá profundizar, precisamente, en el arte y creaciones de ese siglo que, para España, fue convulso, ambiguo y contradictorio.
En la fotografía superior, imagen del Museo del Romanticismo
Pero, sin embargo, la primera cuestión que habría que tratar en relación a esta institución sería la problemática delimitación temporal de lo que Romanticismo y Realismo representan como movimientos estéticos y culturales. Uno y otro coexisten, se alternan, se influyen mutuamente y se revelan rebeldes a cortes cronológicos nítidos y taxativos. Es conocido, por ejemplo, lo que sucede en el terreno de la literatura. En Francia, a Victor Hugo se le considera cumbre del Romanticismo mientras que Balzar, Stendhal y Flaubert son presentados como los más excelsos representantes del Realismo. Si vemos las fechas entre las que transcurren las vidas de los cuatro autores y las fechas de publicación de sus principales obras, es fácil comprobar que ambos movimientos se entrelazan y se entrecruzan.
* Fechas de nacimiento y fallecimiento:
Stendhal: 1783 - 1842
Honoré de Balzac: 1799 - 1850
Victor Hugo: 1802 - 1885
Gustave Flaubert: 1821 - 1880
* Fechas de sus obras principales:
Rojo y negro de Stendhal: 1830
Notre-Dame de París de Victor Hugo: 1831
Eugenia Grandet de Balzac: 1833
Papá Goriot de Balzac: 1835
La Cartuja de Parma de Stendhal: 1839
Madame Bovary de Flaubert: 1856
Los Miserables de Victor Hugo: 1862
A la habitual explicación de que el Realismo sucede al Romanticismo, las fechas expuestas obligan a relativizar esa idea y, prestando un poco de atención a nuestra visita al museo de la calle San Mateo de Madrid, nos podemos dar cuenta de que ambas corrientes coexisten haciendo acto de presencia en función del temperamento y personalidad del artista o literato que crea su obra. De hecho, podemos encontrarnos con un cuadro tan paradójico como Sátira del suicidio romántico por amor de Leonardo Alenza, el cual, desde su mismo título, ya apunta a una actitud claramente sarcástica hacia uno de los grandes tópicos del movimiento romántico. Es decir, en el Museo del Romanticismo, podemos ver una clara burla al propio Romanticismo. Frente a esquemas simplificadores, un movimiento no sucede al otro sino que conviven en tensión dialéctica y, posiblemente, enriquecedora.
En la fotografía superior, imagen del Museo del Romanticismo
Ese mismo aire contradictorio se puede llegar a percibir sutilmente en nuestro recorrido por el Museo del Romanticismo. Existen tanto intentos de acercarse a la realidad con vocación fidedigna (esa amplísima galería de retratos que ocupan una parte muy importante de la colección) como afanes por huir y evadirse de ella (esas pinturas que retratan ambientes exóticos o que se recrean en los perfiles tópicos de la Andalucía de bandoleros, de plazas de toros y de posadas en caminos solitarios y arriesgados) o refugiarse en sentimientos febriles y exaltados (por ejemplo, La novia enterrada viva de Eduardo Cano de la Peña) como ejercicios que se mueven en una sinuosa zona gris (como El moribundo de Alejandro Ferrant) como, ya hemos comentado con anterioridad, sátiras abiertas e implacables contra algunas de las pulsiones más arraigadas en el movimiento romántico (el cuadro ya señalado de Leonardo Alenza). Todo ello refleja que la relación con la realidad de los artistas y creadores en ese momento histórico no se presta a una fácil simplificación, posiblemente porque estamos en época de crisis, cambios y transformaciones y aún no había habido tiempo para la consolidación y cristalización de posturas, posiciones y perspectivas. Es imposible hacerse una idea cabal del trasfondo en el que se mueve el arte del siglo XIX español sin atender a dos elementos, uno muy presente y patente en el museo, otro, más evanescente, que solo cabe ser intuido y sospechado. El elemento presente es el triunfo de los modos y maneras de la burguesía. A lo largo de las salas, se recrean en diferentes estancias cómo podía ser la casa de una familia de la clase acomodada alta de la época. Salones, habitaciones, cuartos de juego reflejan una mezcla de deseo de elegancia y comodidad en la que la ostentación busca ser evidente pero conscientemente limitada, un afán por que la misma no supere un cierto punto que podría ser considerado como de mal gusto. Por lo tanto, el ambiente transmite el complicado equilibrio entre los dos paradigmas que irrumpen en la mentalidad colectiva reduciendo el espacio del punto de vista de la religión: la libertad y la racionalidad. Si meditamos un poco sobre la cuestión, no es difícil deducir que Romanticismo y Realismo surgen de los impulsos contradictorios de ambos paradigmas. El énfasis en la racionalidad llevaría al Realismo y al Naturalismo (como ejemplo, el afán ciemtifista presente en la saga de los Rougon-Macquart de Émile Zola). El énfasis en la libertad conduciría al Romanticismo (como muestra palmaria, la fortísima polémica que acompañó al estreno de la obra teatral Hernani de Victor Hugo en 1830). Pero, antes o después, tenemos que hablar del elemento ausente o esquivo: la fuerte inestabilidad política en España durante el reinado del siglo XIX y el Sexenio revolucionario. El elemento político solo aparece en contadas piezas: retratos de la Familia Real (de Fernando VII, de Isabel II con diferentes edades, de su marido, Francisco de Asís de Borbón...), y de autoridades destacadas (como, por ejemplo, Godoy y de Martínez de la Rosa...), recreación de determinados acontecimientos históricos (un cuadro anónimo que pinta la jura como regente de Espartero, una litografía de Auguste Asselineau sobre la apertura de las Cortes en 1834)... Hasta en esa ausencia (podría quizás ser suplida con las populares caricaturas políticas de la época, algunas de las cuales tuvimos oportunidad de ver en la exposición en el Museo Reina Sofía sobre el esperpento, también comentada en esta revista) podemos ver una señal de esa moral burguesa basada en un encubrimiento u ocultamiento de realidades molestsas que, si no hipócrita, sí puede ser calificado siempre de tergiversador, al exponer una versión de los hechos que elude aspectos de enorme trascendencia para la total comprensión de los mismos. Aparece ahí el tercer paradigma de la nueva visión que se impondrá en el siglo XIX y que tiene que ver con el orden o el afán por el orden. En la medida en que el origen del poder ya no es divino y que la violencia y la fuerza solo caben ser aplicados dentro del marco de un estricto Estado de Derecho, lo que definiríamos en términos modernos como "manipulación de la información", esto es, la presentación sistemática de una visión falseada de la realidad, ocupa un primer plano. Solo así, libertad, racionalidad y orden se hacen compatibles de un modo mínimamente estable y sostenible.
En la fotografía superior, imagen del Museo del Romanticismo
Las pugnas entre estéticas realistas y estéticas románticas serían, de esta forma, fruto de las tensiones entre los nuevos paradigmas derivados del triunfo de la burguesía, de las tendencias incompatibles que surgirían de obedecer bien a la libertad bien a la racionalidad bien al orden. El Museo del Romanticismo sería la perfecta expresión del gusto que acabó siendo dominante (y que era el que convenía a la clase social que pasó a dominar) y que se caracterizaría por la represión de la fantasía, el triunfo de un barniz realista en toda representación creativa o artística y la expresión de sentimientos exaltados dentro de unos ciertos límites. Que el marco era demasiado estrecha lo prueban aspectos como la aparición del espiritismo, que tiene un hueco significativo dentro de la colección, la ya comentada predilección por el exotismo y la permanencia (renovada) de aspectos religiosos que queda patente, por ejemplo, con los cuadros de Antonio María Esquivel de temática religiosa que tuve oportunidad de ver en mi visita al museo. El mundo y la realidad cotidiana parecen permanecer en precario aunque hermoso equilibrio pero bastará únicamente que el tiempo avance para que empiecen a aflorar las grietas en esa fachada aparentemente impoluta. Las tribulaciones del estudiante Torlës (1906) de Robert Musil, en literatura, Las señoritas de Avignon (1906-1907) de Pablo Picasso, en pintura, la Sinfonía de cámara n.º 1 en mi mayor, Op. 9 (1906), en música, y la irrupción de las vanguardias, en general, podrían ser las primeras manifestaciones creativas de los cascotes que ya estaban empezando a caer de un orden presuntamente inamovible. Pero esa ya es otra historia para otros museos y para otras instituciones culturales. Lo que es cierto es que el Museo del Romanticismo, con serenidad y discreción, logra transmitir con absoluta fidelidad el espíritu de la época que pretende retratar. Lo cual lo convierte en punto de referencia obligada para cualquier visita cultural que se quiera hacer a Madrid.
En la fotografía superior, imagen del Museo del Romanticismo
A continuación, y como acompañamiento al artículo, enlazamos un vídeo que hemos preparado para el canal de YouTube de nuestra revista con imágenes del museo.
VÍDEO DEL MUSEO DEL ROMANTICISMO:
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