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Publicado por
José Manuel Cruz Barragán
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Entre el 10 y el 17 de octubre, se va a celebrar el Festival de Cine Francés de Malaga en ¡ya! su trigésimaprimera edición, un certamen organizado por la Alianza Francesa en la capital del Sol con el objetivo de dar a conocer el cine galo y francófono desde una perspectiva no exclusivamente centrada en el cine de autor sino desde una óptica multigénero en la que también tienen su lugar la comedia y los títulos con vocación de éxito comercial. Como suele pasar con muchas cinematografías no estadounidenses, por ejemplo, la española, que también organiza por el mundo certámenes con el fin de dar a conocer los mejores títulos de cada año, la francesa lleva a cabo la misma estrategia amparada, además, con una fuerte protección estatal a su cine (basada en la famosa "excepción cultural francesa", que busca que el séptimo arte no se rija exclusivamente por los criterios de un mercado globalizado) que ayuda a que la gala sea una de las industrias fílmicas más poderosas del mundo. Este tipo de estrategias es el que impide, en última instancia, como el critico Antonio Peláez Barceló nos comentó desde Toronto en uno de los episodios de nuestro canal de podcasts, que el cine estadounidense monopolice el sector audiovisual en todo el mundo y se convierta en el único que llegue a tener presencia en la cartelera. De ahí, la importancia de certámenes (y de otras iniciativas, claro está) como el que vamos a cubrir durante estos días de cara a hacer posible una pluralidad y una diversidad que se encentra seriamente amenazada, con las implicaciones que ello tendría no solo desde el unto de vista cultural sino también social, económico y político. En este artículo y en otro que publicaremos en los próximos días, comentaremos las películas del festival que hemos tenido la oportunidad de ver y las situaremos en el más amplio contexto posible.
Bergers (2024) de Sophie Deraspe
"Menosprecio de corte y alabanza de aldea" es uno de los temas tradicionales de la lírica clásica y en él cree fervientemente el protagonista de esta película franco-canadiense (Félix-Antoine Duval) que, trabajando en una agencia de publicidad de Montreal, decide dejarlo todo atrás para marcharse al sur de Francia y convertirse en pastor de ovejas. Por supuesto, nada será tan bucólico como él piensa y tendrá que pasar por una larga y dura experiencia antes de encontrar lo que estaba buscando. Basada en una historia real y ganadora del premio del público a la mejor película canadiense en el Festival de Toronto de 2024 (los seguidores de La dimensión súbita ya deberían saber que en dicho certamen no hay jurado oficial y los únicos premios que se conceden son los del público), Bergers de la realizadora nacida en la provincia de Quebec Sophie Deraspe se sitúa en la línea de otras películas, algunas de ellas españolas como As bestas (2022) de Rodrigo Sorogoyen, Suro (2022) de Mikel Gurrea y, sobre todo, Lo que queda de ti (2025) de Gala Gracia, a la hora de mostrar un ambiente rural alejado de tonos excesivamente optimistas e idealizados y retratando sin medias tintas su lado más duro, inhóspito y hasta cruel. Pongo este film en relación al de Gala Gracia porque, si los dos primeros citados recurren a una anti-idealización extrema, el de Gala Gracia expone con mesura y lucidez las luces y sombras de un mundo que, aunque alejado de las tensiones del medio urbano, también arrastra sus propios motivos de conflicto y angustia.
Sophie Deraspe presenta su película Bergers en el Festival de Cine Francés de Málaga
Bergers propone un arco de transformación de su personaje protagonista basado en la premisa de que medio urbano y medio rural vienen a constituir formas de civilización diferentes y hasta opuestas. Valores, hábitos, actitudes y afectos nada tienen que ver en un ámbito y otro, de forma que el paso de uno a otro no solo implica la adquisición de habilidades nuevas y específicas sino que se trata de un cambio que va mucho más allá y que afecta de forma integral a la persona y a su comportamiento (y a, digamos, lo que se puede llegar a entender como forma ética de comportamiento). Hubo comentarios posteriores a la proyección entre los espectadores que me hicieron pensar que hubo quienes no se percataron demasiado bien de esta circunstancia y que se sintieron afectados por determinadas escenas que implicaban a animales (escenas que, de cualquier modo, utilizaban sistemáticamente la elipsis para eludir siempre los aspectos más duros y escabrosos) sin caer en la cuenta de que en ese medio los valores y, sobre todo, la forma de ejercerlos es distinta en función de su propia situación y circunstancias, muy distintas a las que se viven en una gran ciudad. El protagonista, de este modo, deberá vivir un proceso de adaptación-integración-transformación que va más allá del dominio de una nueva profesión para alcanzar una índole de carácter espiritual (que era lo que, en realidad, estaba buscando): frente a la artificialidad en la que vivía antes, terminará encontrando una autenticidad y una organicidad que le hará reconciliarse con el mundo. Por tanto, al final del sufrimiento, sí que llegará la catarsis y la consecución de la meta deseada. Película bien rodada y bien interpretada, quizás tiene ciertos desajustes de ritmo que nacen de una estructura narrativa no bien encajada del todo (por resumir, excesivo peso del primer y segundo acto en relación al tercero). De cualquier manera, es una película que se ve con interés y que sabe volver a narrar un tema que, sin ser original, sí es susceptible de ofrecer nuevos perfiles y nuevos matices.
Tampoco es muy original la premisa de partida de Partir un jour de Amélie Bonnin al narrar la necesidad de la protagonista (Juliette Armanet), una chef dedicada a la alta cocina que se ha ganado la popularidad al ser la triunfadora de un muy conocido concurso de televisión, de volver al restaurante de carretera de su familia debido al infarto sufrido por su padre. Ello le obligará a reencontrarse con su pasado (familia, ambiente, viejas amistades, viejos amores...) y con los motivos que le llevaron a abandonar su pueblo natal para marcharse a París. Es decir, algo que se sitúa en coordenadas más que conocidas y utilizadas con amplitud en multitud de películas (en algún momento, me ha recordado a La banda de Roberto Bueso, película que se proyectó en el Festival de Cine de Málaga del 2019). Tampoco es muy novedoso la irrupción inesperada de canciones en la trama, algo que conecta con la tradición francesa marcada por Los paraguas de Cherburgo (1964) y Las señoritas de Rochefort (1967) de Jacques Demy y que, hasta en el cine de nuestro propio país, ya hicieron El otro lado de la cama (2002) y Los dos lados de la cama (2005) de Emilio Martínez Lázaro. Partir un jour es una comedia que se lo juega todo a moverse en parámetros predecibles y cómodos para el espectador y a servir la propuesta de manera tan ligera como absolutamente solvente y sin fisuras. Es una película que se ve con agrado si aceptamos sus elementos constituyentes y, aun sin llevarnos demasiados sorpresas, sí que hay que mencionar la interpretación de Dominique Blanc en el personaje de madre del protagonista, que sabe imprimir a su caracterización un tono chispeante y colorista que ayuda con sus intervenciones a romper el ritmo plácidamente previsible del resto del metraje.
Siguiendo con los paralelismos que hemos empezado a trazar en los dos anteriores films, la referencia con la que podemos comparar Furcy, né libre del director (y también músico) Abd Al Malik es, evidentemente, Doce años de esclavitud (2013) de Steve McQueen. Y ello porque esta película francesa narra la historia real de un esclavo de la isla de Reunión que, tras la muerte de su madre, descubre que esta fue libertada por su dueña y que, en consecuencia, él también está en condiciones de adquirir la plena libertad. El film narra las tribulaciones y desventuras del protagonista (interpretado por un Makita Samba que lleva a cabo una portentosa actuación) para conseguir el reconocimiento jurídico del documento encontrado. Pero, si el argumento puede tener concomitancias con el del film que ganó el Oscar a la Mejor Película del año en la 86ª edición de los premios, su tratamiento varía ostensiblemente en relación a lo que puede ser un film hollywoodiense típico o, incluso, uno de reconstrucción histórica al modo británico. Lo dijo el propio Abd Al Malik en la presentación previa a la proyección cuando dijo que le interesaba, sobre todo, la "poética de la narración" más allá de la relevancia del tema abordado. Y, efectivamente, en muchos momentos del metraje las imágenes se apartan del estricto realismo y tienden a expresar más el estado de ánimo del personaje y el clima moral de la situación que se está retratando que la simple recreación de la época en la que transcurre la historia.
José Manuel Cruz, director de La dimensión súbita, con Abd Al Malik y Makita Samba, director y protagonista de Furcy, né libre, respectivamente
Dicha circunstancia junto a una planificación muy hábil y ajustada, permiten que Furcy, né libre se desarrolle con una insólita fluidez narrativa que, ayudando a restar gravidez a los fotogramas, sabe evitar con inteligencia los habituales tics de toda película de denuncia y termina permitiendo que contemplemos el argumento no solo como un alegato contra la esclavitud y el daño causado por la misma (que, obviamente, lo es) sino también como una reflexión sobre cómo la pura codicia construye acciones, argumentaciones y estrategias para garantizar la continuidad de la obtención de beneficios y sobre los valores permanentes que están arraigados en la naturaleza humana y que giran en torno a las ideas de libertad, dignidad y necesidad de respeto. No solo ni únicamente es una cuestión racial ni algo que se circunscriba a la etapa histórica mostrada (primera mitad del siglo XIX). Esa escena final con la madre y sus dos niñas vendiendo flores en un puente de París nos lleva a otra dimensión en la que, junto a las palabras del dueño del protagonista poco antes de saberse la sentencia final, quedan expuestas con crudeza las implicaciones y la generalización de las desigualdades sociales y los desequilibrios de estatus. Película con multitud de sutiles matices, aparte de la gran interpretación de Makita Samba (que ha de encarnar a un personaje durante varias décadas de su vida y en situaciones muy dispares), también hay que mencionar la de Romain Duris que, como es habitual en él, sabe imprimir plena verosimilitud a su papel a pesar de los riesgos que el mismo tenía asociados. En definitiva, por todo lo dicho, Furcy né libre podría ser definida como una película en la que se aúnan una recapitulación sobre el pasado y una apelación sobre el porvenir.
Les musiciens (2025) de Grégory Magne
Una de las cosas que más podemos agradecer del cine de los tiempos actuales es que, de vez en cuando, nos ofrezca una comedia (por supuesto) divertida pero que, simultáneamente, sea elegante, sensible e inteligente (es decir, más o menos, como muchas que se hacían en el pasado antes de que la mayoría se regodeara hasta la extenuación en lugares comunes vulgares y escatológicos). Les musiciens de Grégory Magne logra de sobra dicho objetivo evitando los riesgos y tics que su argumento podía conllevar: la hija (Valérie Donzelli) de un rico empresario aficionado a la música ya fallecido logra completar el sueño de su padre, el reunir el cuarteto de cuatro Stradivarius (dos violines, una viola y un violonchelo) que necesitaba para dar un concierto único e irrepetible. El objetivo, entonces, es lograr hacer convivir el divismo de cuatro virtuosos intérpretes (Mathieu Spinosi, Emma Ravier, Daniel Garlitsky, Marie Vialle) para lograr que el objetivo se cumpla con el máximo de brillantez y calidad. Pero los egos de cada cual dificultarán la meta de manera que tendrá que acudir al compositor de la partitura (Frédéric Pierrot) para evitar el desastre. Esta trama, que podría haber caído fácilmente en lugares comunes y situaciones clónicas con las de otras películas de trama parecida, se convierte en manos de Grégory Magne en un canto sensible y emocionado a la búsqueda del éxtasis artístico y del máximo grado de excelencia, un canto a quienes se esfuerzan por encontrar el milagro en el arte no ahorrando una gota de esfuerzo en ello.
José Manuel Cruz, director de La dimensión súbita (dcha.), junto a Grégory Magne, director de Les musiciens (izqda.)
Ha habido un momento del film en que su concepto me ha recordado al del cuento El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe. En dicho relato, sus personajes tenían que localizar dos o tres lugares absolutamente exactos y precisos para poder dar con un tesoro que, al final, hallaban. Algo similar ocurre con los personajes de Les musiciens: tienen que dar con enfoques (y también el lugar) absolutamente exactos y precisos para hallar otro tesoro, esta vez intangible: el ofrecer el concierto perfecto e intachable. Les musiciens exalta, adicionalmente, la capacidad de los seres humanos para, colocando su propia individualidad en un segundo plano, colaborar y lograr objetivos superiores a través del esfuerzo común. Conforme la película avanza, logra que el espectador se sienta invadido por un sentimiento inesperado tratándose de una comedia: la emoción, la emoción de contemplar cómo los instrumentistas logran coordinarse hasta ofrecer una música maravillosa que podríamos considerar fruto de un milagro. Todos han crecido como profesionales pero, sobre todo, todos han crecido como personas, dejando atrás viejos traumas y narcisismos. Les musiciens, de manera inesperada, consigue transportar al espectador a territorios poco frecuentes en el cine actual y ese es un favor que nunca podremos olvidar.
Connemara (2025) de Alex Lutz
Conocimos al director (y actor, humorista y dramaturgo) Alex Lutz en el año 2019 cuando en el My Frech Festival de Filmin se programó Guy, la cual narraba la historia de un periodista que, ante la revelación de que su padre es un viejo y famoso crooner, no se le ocurre otra cosa que proponerle hacer un documental sobre su figura para lograr acercarse a él. Ahora, en Connemara, plantea una película completamente diferente al adaptar una novela de Nicolas Mathieu que gira en torno a un personaje femenino que, en el film, es interpretado por una (como siempre) brillante y entregada Mélanie Thierry, y que representa a una mujer que, en el límite de los cuarenta años, se siente absolutamente desilusionada y decepcionada con el rumbo que ella ha decidido para su vida. Ante dicha situación, inicia una aventura con su antiguo amor de instituto (Bastien Bouillon), un veterano jugador de hockey sobre hielo que esta retomando su carrera en el club en el que es toda una leyenda. Solo tras ver Connemara, podemos darnos cuenta que, lejos de lo que podíamos considerar a partir de su condición de humorista, Alex Lutz está dominado por una fuerte preocupación sobre el aspecto formal de su cine. Lo que en Guy podía ser entendido como un mero divertimento (el falso documental de una persona que lo único que pretendía era acercarse a su verdadero y desconocido padre), ahora debemos intentarlo comprender como una reflexión sobre el carácter siempre engañoso y ambivalente del formato. En Connemara, esa preocupación deriva en un esfuerzo continuo y sistemático por intentar encontrar la forma más ajustada y adecuada para mostrar y retratar una situación y unas inquietudes contemporáneas y hacerlo de la manera más satisfactoria posible. Connemara es tanto la historia (la de alguien que busca recuperar los sueños de juventud hasta que llega a plantearse si verdaderamente los ha recuperado o no) como el esfuerzo por hallar la mejor forma posible para narrar esa historia, con una primera parte en la que predominan los asfixiantes y claustrofóbicos primeros planos a otra en la que (tras iniciarse la relación entre los dos personajes principales) la cámara abre el plano, hasta una secuencia final en la que (al son de la canción Les Lacs du Connemara de Michel Sardou) podríamos afirmar que la protagonista se ve expuesta a una especie de ataque de agorafobia que le lleva a tomar su decisión final. Por encima de impresiones iniciales, Lutz se revela como un cineasta de primera magnitud que consigue que una mano apoyada en el quicio de una puerta nos transmita un aluvión de abrumadoras emociones y que logra con esta película tanto exponer con lucidez cómo son algunos aspectos del mundo actual como revelar la manera en que ello puede ser contado, analizado y desmenuzado. Cine sobresaliente sin caer en maniqueísmos, sermones ni simplificaciones ideologizantes. Cine para recomendar con vehemencia e ilusión.
Imagen del photocall del 31º Festival de Cine Francés de Málaga
Antes de comenzar...
... y después de comenzar
Elementos gráficos del festival en la pantalla de proyección del Cine Albéniz
Sophie Deraspe presenta su película Bergers
Abd Al Malik y Makita Samba presentan Furcy, né libre
José Manuel Cruz, director de La dimensión subita (dcha.), con Sullivan Benetier (izqda.), director del Festival de Cine Francés de Málaga
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