"LAS PALABRAS DEL DESCONOCIDO", NUEVA NOVELA DE JOSÉ MANUEL CRUZ

FERNANDO DELAPUENTE: LA IMPOSIBILIDAD SOBREVENIDA DEL REALISMO PURO


 

Hasta el próximo 17 de enero de 2026, se puede visitar en la sede del Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid (C/Santa Isabel, 51) la exposición dedicada al pintor cántabro Fernando Delapuente (1909-1975), el cual llegó a ser considerado como "el pintor de Madrid", por sus pinturas dedicadas al paisaje urbano de la capital de España, y que tiene una biografía profesional profundamente peculiar: habiendo estudiado a la vez Ingeniería Industrial y Bellas Artes, en 1944 obtuvo la cátedra de Dibujo en la Escuela de Ingenieros Industriales pero renunció a ella para dedicarse exclusivamente a la pintura, realizando viajes por Roma, Florencia, Venecia o París, dejando constancia en sus pinturas de sus estancias en dichas ciudades. Junto a esta vertiente que linda con cierto espíritu bohemio, descubrimos que, al mismo tiempo, fue fundador y presidente de la empresa constructora EOSA y, habiendo conocido al prelado Álvaro del Portillo en Olot durante su movilización con el ejército, pidió su admisión en el Opus Dei en febrero de 1940. A finales de los 50, dirigió el proyecto de construcción del edificio central de la Universidad de Navarra, el cual fue inaugurado el 25 de octubre de 1960. Esta biografía contradictoria termina ubicando a Fernando Delapuente en una posición claramente diferenciada de la mayoría de artistas del siglo XX pero, sin embargo, su pintura presenta rasgos clarísimamente emparentados con el arte de la época. De ahí el interés de la exposición: nos permite conocer a un pintor que, sin formar parte de la corriente principal, no es desligable de dicha corriente por lo que sus cuadros vienen a ser la constatación contundente de determinadas tendencias de fondo que acaban siendo tan poderosas como inexorables, actuando como centro de gravedad de todo tipo de artistas y creadores.


Foros, Roma (1957), cuadro de Fernando Delapuente


La exposición del Colegio de Médicos de Madrid se estructura en torno a seis bloques: época académica y de formación, representaciones de Italia, representaciones del paisaje castellano, representaciones de París, representaciones de Madrid y paisajes marítimos. Los cuadros de su primera etapa, Paisaje de Nestares, de 1923, Paisaje con gallinas, de 1927, Azucarera de Terrer, de 1941, y sus estudios de cabeza, fechados en 1944, reflejan un realismo que tiende a lo convencional con una pericia técnica (lógicamente) creciente. Pero, en la década de los 50, coincidiendo con sus visitas a Italia y París, su pintura experimenta un giro radical y, de repente, nos encontramos con el pintor que llegará a ser en los siguientes 20 años. Podemos decir que su estilo se asilvestra, pasa por un proceso de asalvajamiento formal (que no temático), a la vez que (sin que sea una contradicción, más bien todo lo contrario) adquiere tintes de ingenuidad, un toque naïf, que, todo unido, vendría a ser lo que José Ortega y Gasset enunciaba con clarividente lucidez en su famoso ensayo La deshumanización del arte (1925): "El pintor tradicional que hace un retrato pretende haberse apoderado de la realidad de la persona cuando, en verdad y a lo sumo, ha dejado en el lienzo una esquemática selección caprichosamente decidida por su mente, de la infinitud que integra la persona real. ¿Qué tal si, en lugar de querer pintar a ésta, el pintor se resolviese a pintar su idea, su esquema de la persona? Entonces el cuadro sería la verdad misma (...). El cuadro, renunciando a emular la realidad, se convertiría en lo que auténticamente es: un cuadro – una irrealidad. (...) Todo el arte nuevo resulta comprensible y adquiere ciertas dosis de grandeza cuando se le interpreta como un ensayo de crear puerilidad en un mundo viejo. Otros estilos obligaban a que se les pusiera en conexión con los dramáticos movimientos sociales y políticos o bien con las profundas corrientes filosóficas o religiosas. El nuevo estilo, por el contrario, solicita, desde luego, ser aproximado al triunfo de los deportes y juegos. Son dos hechos hermanos, de la misma oriundez". Si estas son las palabras de un filósofo, Picasso lo expresó perfecta y alternativamente con palabras de artista: "Me llevó cuatro años pintar como Rafael, pero me llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño".

 

A la izqda., Azucarera de Terrer, de 1941. A la dcha., Le pont d'Arcole, de 1954. En trece años, el realismo de Fernando Delapuente ha experimentado un giro radical


Es imposible comprender cabalmente la evolución del pintor sin atender a dos hechos que han marcado el arte y la creación desde los primeros años del siglo XX. El primero, la irrupción de la fotografía y el cine. La aparición de nuevas formas de imagen provocó, inevitablemente, que la pintura se replanteara su función y su naturaleza. ¿Tenía sentido la reproducción más exacta y fiel posible de la realidad cuando existían nuevas disciplinas artísticas que eran capaces de hacerlo con mucha mayor eficacia?¿No tenía sentido convertir a la pintura, como expresaba Ortega en su ensayo, en un medio de expresar la visión personal del artista sobre esa realidad, visión que podía ser esbozada tanto desde el punto de vista intelectual como el emocional, abriendo caminos nunca transitados antes? Las creaciones de Fernando Delapuente reflejan este concepto y no buscan la fidelidad sino la expresión de un sentimiento interior hacia lo observado y, en más de una ocasión, de un sentimiento interior a secas utilizando para ello la realidad observada que se convierte en mero instrumento para un fin diferente al que la pintura tradicional le atribuía. El segundo hecho a considerar, es el íntimo y permanente desasosiego que afecta al ser humano contemporáneo. Las posibilidades de ese sentimiento puede pasar por la frustración, la rabia, la ira, el descontento, la insatisfacción y hasta una desazón indefinida que no logra explicarse pero que nunca deja de estar presente. Es difícil encontrar el optimismo en el arte y la creación contemporáneos y las escasas excepciones se nos vienen inmediatamente a la cabeza: la poesía de Jorge Guillén, por ejemplo (tal como lo hablamos con nuestro colaborador, Antonio Piedra, director de la fundación que lleva el nombre del poeta) o el cine de Gonzalo García-Pelayo son algunas de esos pocas salvedades a contracorriente de lo que es la gran tendencia general. En Delapuente, ese sentimiento puede estar matizado por la espiritualidad que sobrevuela sutilmente determinadas de sus obras pero es palpable en muchas de sus pinturas.

 

Aux deux magots (1958), cuadro de Fernando Delapuente que retrata a los existencialistas franceses de la época en uno de los cafés más populares de París

 

Reparemos en que, por ejemplo, la inmensa mayoría de los paisajes, tanto urbanos como rurales, que aparecen en sus pinturas aparecen despoblados y solitarios, no hay rastro de ningún ser humano. Si se trata de ciudades, vemos calles vacías en los que únicamente, de vez en cuando, algún coche aparece atravesando la calzada. Si se trata de paisajes rurales o marítimos, una barca, una construcción aislada, un animal o algún elemento sin acompañante ni referencia anexa refuerzan por ellos mismos la sensación de soledad o extrañamiento que parece embargar al artista. En alguna obra en la que aparecen figuras humanas, como en Puestos de frutas en Luquillos (1974), los colores son violentos y los personajes están envueltos en cierta tristeza o aire de melancolía. Cuando retrata el paisaje castellano, la pintura se vierte en pegotones sobre el lienzo simulando las texturas de los suelos de la meseta pero es imposible que el espectador no perciba cierta sensación de angustia y que la misma la identifique con el estado de ánimo del pintor que ha creado la obra. En cuadros como Desnudo de tierra (1964), Cantábrico, mar (1967) o Mar fuerte con gaviota (1975), el cielo casi se confunde con el mar y la tierra formando un todo compacto e indiferenciado. Es curioso, a sensu contrario, cómo, en su cuadro Aux deux magots (1958) parece retratar con simpatía a los existencialistas que pasan el tiempo en uno de los cafés más populares del París de la época. Frente al resto de pinturas, es muy difícil no contemplar Aux deux magots como una ventana hacia algo diferente al resto, como una posibilidad que no está presente en todas las demás pinturas. Hay en todo ello, en la consideración del conjunto de sus obras, unas tensiones y contradicciones que podríamos concebir como la plasmación de fuerzas opuestas que chocan en el interior del alma del artista, la necesidad de conciliar pulsiones que empujan hacia lados contrarios y que le llevan a sentirse aislado y, hasta cierto punto, incomunicado con su entorno. Por ello, la pintura de Delapuente vendría a lleva a cabo un ejercicio similar al que hace Cernuda en Ocnos: refugiarse mentalmente en el paraíso de la infancia (en el caso del pintor, a través de los rasgos naïf de muchas de sus obras de madurez), en el tiempo en el que los problemas de la edad adulta no existían, para liberarse de la angustia de una época que no parece construida a la medida del ser humano.


Muchos cuadros de Delapuente, como Barca con faroles (1956), transmiten una aguda sensación de soledad


Fernando Delapuente es un artista difícil de encuadrar en alguna de las tendencias dominantes del arte contemporáneo español, pero, a pesar de ello, encarna íntegramente las inquietudes y preocupaciones de cualquier creador del siglo XX y, en consecuencia, su pintura, al nacer en un contexto y unas circunstancias, está impregnada plenamente de un genuino espíritu de época. Los cuadros de Delapuente, como las obras de cualquier creador del último siglo y cuarto, no son ni reflejan meramente las inquietudes de un artista, son y reflejan las inquietudes de una humanidad que vive una situación permanente de incertidumbre, de falta de certezas y de inestabilidades crónicas. Y, ante ello, surge la necesidad, por un lado, de expresar la zozobra y, por otro, de refugiarse de ella. Los cuadros que tenemos la oportunidad de ver en el Colegio de Médicos de Madrid hasta el próximo 17 de enero reflejan ambas actitudes y demuestran que, más allá de matices y diferencias, buena parte del arte y la creación contemporáneos orbitan en torno a unos pocos centros de gravedad perfectamente identificables. El detectarlos y comprenderlos no corresponde únicamente a una dimensión cultural sino, sobre todo, a una vertiente filosófica, sociológica y moral que permite saber más de nosotros mismos y de nuestros problemas, insatisfacciones y desasosiegos, más de todo aquello que nos atormenta y que no logramos llegar a explicar con las suficientes precisión y claridad. Comprender algo más el arte siempre es comprender algo más de nuestras propias vidas.


VÍDEO SOBRE LA EXPOSICIÓN:

 



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