"MELAGÓPOLIS - UNA FÁBULA" (2024) DE FRANCIS FORD COPPOLA: EL DECLIVE COMO IMPERIO DE ESTADOS UNIDOS


"¡Qué manera de palmar! (...) ¡Qué manera de subir y bajar de las nubes! (...) ¡Qué manera de morir!", dice el himno que escribió Joaquín Sabina para el Atlético de Madrid con motivo del centenario del club. Y esas palabras podrían aplicarse perfectamente a Megalópolis - Una fábula de Francis Ford Coppola, la que quizás pueda ser su última película, el título que cierre toda su filmografía, una obra irregular, desconcertante, también profundamente hipnótica y fascinante, que puede ser tildada de fracaso pero que, tras verla, el cinéfilo de pro es muy posible que desee ver muchos más fracasos como este. Básicamente porque este film obedece a una concepción del séptimo arte que ya prácticamente nadie se atreve a afrontar: aquella que tiene fe en que es compatible el gran formato con el cine de autor y el potencial de una reflexión profunda, en que "superproducción" y "ambición intelectual y estética" no tienen por qué ser términos antitéticos. Megalópolis - Una fábula arrastraba una aureola mítica que provenía del hecho de que era un proyecto del director del que se venía hablando desde hacía varias décadas atrás. Ya en el libro Francis Ford Coppola de Esteve Riambau, publicado por Ediciones Cátedra en 1997, se hacía referencia a esta posible película en varias ocasiones. En la página 19, se explica que "cuando apenas había cumplido los nueve años, Coppola sufrió una poliomelitis que le obligó a mantener reposo durante todo un año con parte de su cuerpo prácticamente paralizado. (...) Ya recuperado, (...) empezó a ir al cine y sus preferencias se decantaban hacia las «películas de Drácula», La vida futura (Things to Come, 1936), La guerra de los mundos (The War of the Worlds, 1953) y The Man Who Could Work Miracles (1936). Volvería sobre el mito del vampiro en su adaptación de la novela de Bram Stoker, desarrollaría su particular visión futurista en el proyecto –todavía no realizado– de Megalópolis, se familiarizaría con la ciencia ficción durante su período de aprendizaje junto a Roger Corman y, a partir de la última de las películas citadas, también basada en un relato de H. G. Wells, efectuaría una versión teatral durante su período universitario". Como vemos, la gestación de Megalópolis responde a un proceso complejo que, además, tiene lugar en un momento clave de los años de formación del cineasta.


Arriba, dibujo que recrea una de las escenas de Megalópolis con Adam Driver y Nathalie Emmanuel

 

En el libro de Riambau, hay una segunda referencia al proyecto de Megalópolis en la página 70. Enumerando los proyectos entre los que se debatió Coppola a principios de los años 80 del pasado siglo, se indica que "la adaptación de la novela de Jack Kerouac –On the Road– (...) todavía sigue en su agenda –al igual que Megalópolis, una ambiciosa interrogación sobre la naturaleza del ser humano y la utopía que vincularía la Roma de Cicerón con Nueva York en la era moderna–". Es decir, estamos hablando de un guion que se remonta al inicio de los 80 y que, sorprendentemente, ha llegado hasta 2024 manteniendo, prácticamente, su esencia original. Porque, lo que se decía en 1997 (película futurista, interrogación sobre la naturaleza humana, vinculación de la Roma de Cicerón con la Nueva York moderna...), es con lo que nos hemos encontrado con la película tal como nos ha llegado. De hecho, la acción transcurre en la ciudad ficticia de Nueva Roma, que no es más que una Nueva York con una mezcla de aspectos futuristas y elementos iconográficos asociados a la época romana y uno de los personajes principales, el alcalde de la urbe, interpretado por Giancarlo Esposito (conocido por su papel de Gus Fring en Breaking Bad), responde al nombre de Frank Cicerón y su gran antagonista, el protagonista del film, encarnado por Adam Driver, se llama César Catilina, el cual es un nombre más que significativo ya que Julio César y Lucio Sergio Catilina fueron dos de los grandes contrincantes políticos del Cicerón original. Efectivamente, Marco Tulio Cicerón (106 a. de C - 43 a. de C.) luchó en el año 63 a. de C. contra la conjura de Catilina  (quien quiso levantar a los campesinos de Etruria para alcanzar el poder e imponer su ley agraria y la abolición de deudas y que suscitó la celebérrima sentencia ciceroniana Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? –"¿Hasta cuándo vas a abusar, Catilina, de nuestra paciencia?"–) y defendió la legalidad republicana del Senado contra las intenciones autocráticas de Julio César. La primera lucha se saldo con éxito y la segunda, con fracaso. Posteriormente, y cambiando de orientación ideológica, apoyó a Octavio Augusto, quien, en cuanto se sintió fuerte, sacrificó a Cicerón. Hay que decir que las posiciones en liza en la antigua Roma no distan demasiado, en última instancia, de las que contemplaremos en el último film de Coppola.


Arriba, dibujo que recrea una de las escenas de Megalópolis con una panorámica de Nueva Roma/Nueva York


Pero, aparte de la reflexión política que está presente en el film (y en la que luego profundizaremos), hay una segunda dimensión crucial en Megalópolis y que se refiere a las pasiones desbocadas que empujan (más que guían) a la voluntad de los personajes. El primero de ellos, su protagonista, ese César Catilina que es prototípico de todo el cine de Coppola y que sigue el mismo patrón que el Michael Corleone de la trilogía de El padrino, el coronel Kurtz de Apocalypse Now, el "chico de la moto" de La ley de la calle, el genial pero caótico fabricante de automóviles de Tucker, el vampiro en busca del amor que lo redima de Drácula, el niño que crece y se desarrolla aceleradamente  en Jack, el escritor siempre al borde del precipicio en Tetro o el profesor alcanzado por un rayo en El hombre sin edad: César Catilina es un arquitecto innovador (algo que remite, no por casualidad, a El manantial, novela de Ayn Rand adaptada al cine por King Vidor) y descubridor de un material revolucionario, el "megalón" quien, además, de manera sorprendente (tal como se muestra en la primera escena de la película), es capaz de controlar y detener el tiempo. Es un personaje tremendamente ambiguo, brillante pero desequilibrado, aparentemente idealista pero del que desconocemos si puede albergar intenciones ocultas, alguien cuya ambición le hace desear cambiar radicalmente el mundo y que (como ocurre con todos los personajes anteriormente citados) no sabemos si son trasuntos del propio director, alguien que desafía al mundo y al orden establecido enfrentándose, al mismo tiempo, con sus propias angustias y contradicciones. Si atendemos al aire de tragedia griega que envuelve a la película a lo largo de prácticamente todo su metraje,  César Catilina sería el "héroe" frente a un coro movido por pasiones más bajas, prosaicas o elementales. Pero sería "héroe" solo en ese sentido de estructura dramática no tanto en el sentido clásico cinematográfico de "héroe" como personaje virtuoso que lucha por conseguir un objetivo inequívocamente loable, ya que ni es completamente virtuoso ni sus fines están del todo claros. Pero, de todos modos, sí que es dibujado como un personaje claramente superior en relación al resto de caracteres de la historia, los cuales se mueven en general en dimensiones más sencillas, más banales, más sórdidas o más primarias.


En la parte superior, dibujos que recrean algunas de las escenas de Megalópolis, con, de izqda. a dcha. y de arriba abajo, Adam Driver, Nathalie Emmanuel, Aubrey Plaza y Shia LaBeouf


El espíritu de Megalópolis surge de la convergencia de los dos elementos citados en los párrafos anteriores (la reflexión política y la exploración emocional) como respuestas a la preguntas que la película se plantea desde su mismo inicio: ¿Puede la república americana caer, como lo hizo Roma, como consecuencia del apetito de poder de unos pocos hombres?¿Cuándo muere un imperio? Las dos horas y veinte minutos del film, aunque pueda no parecerlo, son la reflexión en torno a esas dos cuestiones y la conclusión es tan sutil como contundente (porque está claramente presente pero nunca llega a expresrse abiertamente). Megalópolis viene a plantear que la lucha por la consecución del poder en Estados Unidos ya no tiene carácter democrático, que la opinión pública carece de influencia real en los asuntos de gobierno, que vendría a haber una radical distinción entre lo que podríamos denominar, como en la época romana, el "patriciado" y la "plebe" y que las luchas por el poder son meramente conflictos dentro de la clase social dominante, conflictos internos y endogámicos, casi intrafamiliares, conflictos en los que está ausente cualquier tipo de preocupación sobre los problemas, intereses e inquietudes de la mayoría de la ciudadanía salvo cuando se apela a la misma con intenciones únicamente demagógicas. Lo que existe de hecho, por tanto, es una perversión de los principios de la democracia liberal, que han dejado de funcionar y ser efectivos y que, en consecuencia, ya no pueden imposibilitar una alternancia real en los asuntos de gobierno, que han acabado en manos exclusivas de un reducido grupo social. Y las obsesiones, manías, neurosis, pasiones descontroladas y afanes enfermizos de los integrantes de ese grupo no encuentran ni freno ni contrapeso como consecuencia de la situación descrita, de manera que, conforme esas luchas se despliegan, no cesa de avanzar el deterioro del cuerpo social que es gobernado, la desafección del mismo hacia las autoridades y las instituciones y la decadencia de una colectividad cada vez más descreída y desmoralizada. Con un discurso de estas características, no es de extrañar que la película haya tenido tantos problemas de distribución y que Francis Ford Coppola haya tenido que correr con la financiación íntegra de la misma.


Arriba, dibujo que recrea una de las escenas de Megalópolis con Jon Voight y Adam Driver


Cuando vemos Megalópolis, nos queda más o menos claro que no estamos viendo la película tal como Coppola llegó a imaginarla y que tanto el montaje final como la estructura de la historia como los efectos especiales y las soluciones visuales que se han aplicado responden a lo que se ha podido hacer con los recursos disponibles. Dada la naturaleza de la película, futurista y descomunal, es casi imposible que el resultado no se haya visto resentido por la falta de dinero. Ello coloca a Megalópolis dentro de ese conjunto de títulos en los que hay que distinguir el film auténtico y real que tenemos a nuestra disposición y el sueño del film del que hubiéramos podido disfrutar en unas condiciones óptimas de producción, rodaje y/o posproducción: Avaricia (1924) de Erich von Stroheim, ¡Que viva México! (1932) de S. M. Eisenstein, El cuarto mandamiento (1942) y Don Quijote (1992) de Orson Welles, Subida al cielo (1952) y Simón del desierto (1965) de Luis Buñuel, La puerta del cielo (1980) de Michael Cimino, El Sur (1983) de Víctor Erice... Lo que nos ha llegado es solo un eco de lo que pudo llegar a ser pero, en el caso de Megalópolis, tenemos probablemente una película fallida pero que, aún así, logra transmitir un discurso tan potente como coherente cuyo impostado happy end nos advierte de que, posiblemente, la dictadura que se avecina llegará con aire benevolentv, paternalista y visionario y que, involuntariamente, viene a ser una metáfora de los propios Estados Unidos que pretende retratar: un país tan cínico y desesperanzado que ya no es capaz de aceptar ni culminar ni tan siquiera los posibles diagnósticos de los males que padece. ¿Quien sabe? Quizás, los Estados Unidos ya ha caído en el mismo proceso en el que ya cayó la antigua Roma. Si fuera así, Megalópolis sería la precaria acta notarial de tan grave suceso histórico.


Arriba, dibujo que recrea una de las escenas de Megalópolis con Adam Driver y Aubrey Plaza


TRÁILER DE LA PELÍCULA:

 


Efigie de Cicerón en el Museo de la Antigüedad de Turín

 




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