Arriba, imagen creada con Midjourney
En estas fechas, se celebran las Fallas de Valencia, una de esas fiestas que no solo recoge el espíritu de una ciudad, una región o un país sino que destila la quintaesencia de un espacio histórico y cultural, en este caso, el Mediterráneo, el Mare Nostrum de los romanos, un mar que parece proporcionar un carácter encendido, luminoso y explosivo a los pueblos que se asoman a sus riberas y que acumula un acervo tan asombroso como para que en su seno nacieran tres de los pilares esenciales de la civilización occidental: la Grecia clásica, el imperio romano y el cristianismo. En ningún otro sitio como en España se aprecia tan claramente el carácter diferencial que el Mar Mediterráneo proporciona a las tierras bañadas por él. Mientras el Atlántico es sobrio, severo y melancólico, esa melancolía que apreciamos en Gran Bretaña, Irlanda o Portugal, en Galicia, Asturias, Cantabria o País Vasco, al cruzar la península e irnos a su orilla opuesta, a Andalucía Oriental, a Murcia, a Comunidad Valenciana, a Cataluña, es como ver la cara opuesta de una misma alma o quintaesencia. En el fondo, puede resultar contradictorio o paradójico. Porque el Mediterráneo acumula tanta historia que su peso puede llevar a anhelar la grandeza de tiempos pasados y a lamentar lo que fue y dejó de ser. En cambio el Atlántico siempre ha sido promesa de hallazgo, descubrimiento o renovación. Fue el océano que fue surcado por Colón para descubrir América y el camino que cruzaron muchos emigrantes hacia Estados Unidos o Argentina para buscar un futuro mejor. Sin embargo, parece que cada mar encierra una idiosincrasia propia que impregna sus orillas sin que la Historia tenga capacidad de borrar, anular o desactivar esa seña de identidad originaria que vendría a señalar el carácter fatal e impecable de la geografía.
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Uno de los rasgos de esa cultura es, tal vez por el peso de la experiencia de pueblos y naciones que desaparecieron, pasaron pero volvieron a renacer de otros modos y maneras, la fe en la posibilidad del resurgir permanente de toda entidad cual Ave Fénix que resurge a partir de sus cenizas. Y, siguiendo el razonamiento, el fuego es contemplado de forma simbólica no como fin o extinción sino como promesa de renacimiento o purificación. Ahí están las hogueras de San Juan, las quemas de los Judas y, por supuesto, las Fallas. Cada mes de marzo, se queman los ninots para expulsar y exorcizar demonios, fantasmas y espantos y seguir el curso de las vidas limpios de cargas, lastres y sinsabores. Pero, cada año, uno de los ninots es indultado. Y, todos aquellos que han recibido este premio, pueden verse en el Museo Fallero de Valencia, que se puede visitar en la Plaza Monteolivete de la ciudad, a orillas del río Turia y frente a la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Con imágenes tomadas en dicho museo, hemos preparado el vídeo Mascletà, que enlazamos a continuación, que no solo es un homenaje a Valencia y su fiesta más emblemática y, en última instancia, a todo el Mediterráneo sino también un canto a la posibilidad de seguir adelante, un canto a la esperanza de que los malos tiempos pueden pasar y abrir la puerta a mejores épocas y momentos. Esperamos que la luz, la explosividad y el entusiasmo que brotan de las aguas del Mare Nostrum les invada tras ver este vídeo y les inyecte un poco de alegría de cara a afrontar las rutinas y costumbres de la vida cotidiana.
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