"TIEMPOS INCIERTOS: ALEMANIA ENTRE GUERRAS": PARALELISMOS INQUIETANTES

 


Actualmente, en el espacio CaixaForum de Madrid (Paseo del Prado, 36), se puede visitar la exposición "Tiempos inciertos. Alemania entre guerras", la cual fue inaugurada el pasado 17 de octubre de 2024 y que podrá ser vista hasta el próximo 16 de febrero de 2025. Como el título indica de manera nítida y precisa, la muestra recorre múltiples aspectos de la política, la cultura, el arte, la creación, la sociedad, la economía y la ciencia en Alemania entre el fin de la I Guerra Mundial en 1918 y la asunción del poder absoluto por parte de Hitler en 1934 tras el incendio del Reichstag. Durante esos años, coincidió la vigencia de una constitución teóricamente avanzada que instauró, no obstante, una república débil e inestable, acosada por innumerables problemas (el principal, el económico, derivado de la obligación de pagar las reparaciones de guerra establecidas por el Tratado de Versalles) con un esplendoroso desarrollo del arte, la cultura y la ciencia, por el que, por un lado, a partir de la irrupción del expresionismo como espoleta inicial, tuvo lugar la germinación de una especie de insólita Edad de Oro en campos tan diversos como la pintura, la escultura, la fotografía, el cine y las artes decorativas (recordemos la enorme importancia que tuvo la Escuela Bauhaus) y, por otro, los avances en el campo de la investigación dieron lugar en física a las teorías de la relatividad y la teoría cuántica, auténticas revoluciones conceptuales que transformaron para siempre la manera en la que contemplamos el Universo y las realidades materiales. La exposición se asienta sobre la constatación de una desconcertante paradoja: ¿cómo fue posible que en un país que conoció tal grado de progreso en el campo del pensamiento se acabara implantando la dictadura totalitaria del partido nacional-socialista? Pero, al mismo tiempo, es muy difícil no llegar a realizar una lectura que va más allá de este hilo argumental evidente y que se va deslizando poco a poco conforme vamos avanzando en la visita: ¿hasta qué punto no es posible trazar un paralelismo entre lo sucedido entre aquellos años tensos y agitados y lo que está ocurriendo en la época actual?


Algunas de las imágenes de la exposición que reflejan los principales hechos históricos que jalonaron la República de Weimar


Al entrar en la exposición, accedemos a la recreación de lo que podría ser un salón de una mansión de la alta burguesía de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Allí, vemos un vídeo en el que se nos explica cómo el mundo anterior a 1914 se vino estrepitosamente abajo tras el atentado en Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero de la corona austrohúngara. Pero, en realidad, los procesos de cambio venían de bastante tiempo atrás. Una obra de Thomas Mann, Los Buddenbrook, una novela publicada en 1901, ya retrataba el proceso de declive de la familia protagonista, unos comerciantes de la ciudad de Lübeck, a lo largo de cuatro generaciones. La historia venía a ser una especie de presagio de que, por debajo de la apariencia de calma, progreso y prosperidad, todo un mar de tensiones y contradicciones ocultas se agitaba dispuesto a estallar en cualquier momento. Lo que en ese vídeo introductorio se relata sobre la airada reacción del público presente en el estreno de la obra teatral Florian Geyer (1895) de Gert Hauptmann –cuya duración era superior a las cuatro horas– recuerda en gran medida a lo ocurrido con la primera representación de Hernani (1830) de Victor Hugo y, si 1830 fue un año en el que las revoluciones políticas estuvieron más que presentes, 1895, por debajo de su aparente placidez, también albergaba fricciones que, antes o después, estaban condenadas a estallar. El desafío estético, la ruptura de las reglas convencionalmente establecidas presente en ambas piezas teatrales es el correlato creativo a la necesidad de cambios sociales que se intuía como necesaria pero que, a nivel práctico y real, no llegaba nunca a materializarse. Una frase del poeta inglés Matthew Arnold (1822-1888) sintetiza (premonitoriamente) todo lo que estaba sucediendo en esos años y continuaría sucediendo en Alemania durante el período de entreguerras: "Vagando entre dos mundos, uno muerto, el otro sin poder para nacer". La I Guerra Mundial sería, de este modo, la consecuencia de los profundos desajustes que latían en la sociedad de la época pero, a pesar de su virulencia y de las implicaciones que tuvo (con la desaparición de cuatro imperios: el austrohúngaro, el otomano, el ruso y el alemán), no resolvió las causas y problemas que constituyeron su detonante. Antes que afrontar los mismos, se decidió aprobar un tratado que obligaba al país derrotado, Alemania, a pagar cuantiosas (y, en realidad, inasumibles económica y financieramente) reparaciones de guerra y, a partir de ahí, se dieron todas las condiciones para que un nuevo conflicto, aún más costoso y trágico que el anterior, la II Guerra Mundial, estallase en 1939, con la llegada de Hitler al poder como estación intermedia.


Frase que resume la situación de la Alemania de entreguerras (posiblemente, de todo el mundo de entreguerras)


Toda esa atmósfera, mezcla extraña de confusión y lucidez, influyó en el arte y, en cierto modo, fue a su vez espoleada por los avances científicos, que alteraron las bases sobre las que se levantaba la mecánica newtoniana y modificaron sustancialmente el modo en que era percibido el Universo y el comportamiento de las realidades materiales. Las viejas certidumbres se habían evaporado, el orden social mostraba evidentes síntomas de resquebrajamiento pero apenas se vislumbraban alternativas sólidas en el horizonte y solo parecían tener fuerza aquellas opciones que apostaban por la radicalidad, el extremismo y la adopción de medidas de carácter fuertemente autoritario. Las manifestaciones creativas que podemos contemplar en la exposición están impregnadas de ese sentimiento de angustia, inquietud y perplejidad que dominó en la época y que proporcionó a las pinturas, a las esculturas, a las fotografías, a las películas y a otras piezas artísticas de esos años de un aire de tensión y ambigüedad que puede llegar a resultar desconcertante: en todas ellas, a veces percibimos rasgos sorprendentes de modernidad y, en otras ocasiones, las observamos como testimonios de un pasado convulso y expectante. Es, ni más ni menos, que el zeitgeist, el espíritu de época, en el que las mismas fueron concebidas, confuso e invadido por fuerzas claramente contradictorias. Si contemplamos, por ejemplo, una película como El gabinete del doctor Caligari (1920) de Robert Wiene, veremos, por un lado, una aguda e intensa estilización expresionista de todos los elementos del film (argumento, decorados, fotografía, interpretaciones...), tal vez una de las máximas aplicaciones del lema de el arte por el arte en la historia del cine, pero, por otro, hay una profunda y aterradora reflexión sobre la posibilidad de la manipulación colectiva, como si los creadores de la película fueran sorprendentemente conscientes de lo que iba a suceder en la sociedad alemana en los siguientes años. Eso convierte a la película en una obra que es, simultáneamente, objeto artístico puro y profecía sociopolítica espeluznantemente precisa, característica que compartirá con muchas de las creaciones del período. ¿No ocurre algo parecido con Metrópolis (1927) de Fritz Lang que es, a la vez, un film visual y argumentalmente sofisticadísimo y un acerbo retrato de la situación de la lucha de clases en la Alemania del momento?


De izquierda a derecha: Madre con dos niños de Käthe Kollwitz, Piloto cayendo/Ícaro de Georg Kolbe y Figura de pie de Marg Moll


Conforme los años avanzaban y la polarización y las tensiones sociales e institucionales arreciaban, el arte se fue impregnando de un creciente activismo ideológico que tuvo como ejemplos más paradigmáticos el teatro de Bertolt Brecht o los dibujos de George Grosz. Pero, incluso en las obras donde el contenido político parece estar ausente, existe una mirada ambivalente que, como mínimo, manifiesta un pronunciado escepticismo sobre el sentido, continuidad y autenticidad de las apariencias. Es muy relevante, a estos efectos, el cuadro Retrato del Dr. Haustein de Christian Schad, en la que la sombra que dibuja a su espalda el protagonista de la pintura es, paradójicamente, la de una mujer. O la realidad se disuelve o se difumina ante nuestros ojos o el artista o creador pretende aferrarse a ella de manera feroz para convencerse de que tal realidad es, efectivamente, la realidad, de que no es meramente un espejismo que tan solo busca llevarnos al engaño. La realidad parece frágil y, por ello, se llega a imaginar que es fácilmente moldeable, que la desconfianza, lejos de resultar molesta, puede ser la puerta hacia una transformación impensada, que la incertidumbre, lejos de ser paralizante, puede ser el atizador perfecto para que la voluntad imponga su dominio y convierta cualquier anhelo, proyecto o expectativa en fácilmente realizable. Las creaciones del período de entreguerras podemos considerarlas tanto hiperrealistas como delirantes, tanto fruto del espíritu de la fotografía llevado a su máxima expresión y verismo como consecuencia de un estado febril nacido de la sobredosis de estupefacción. Nada de ello es explicable sin comprender el impacto que causó en Alemania la derrota en la I Guerra Mundial, la caída del Imperio y las graves consecuencias subsiguientes. No está de más recordar que Hegel, a la hora de construir su sistema filosófico, estableció como una de sus premisas de que el Estado prusiano era la expresión más perfecta y desarrollada de la evolución de la Idea. Y, efectivamente, ese Estado prusiano, convertido en Imperio con una Alemania unificada en 1870, llevó al país a convertirse en una de las dos grandes potencias del continente junto a Gran Bretaña. La caída de ese sistema, del II Reich, y las crisis políticas, económicas y sociales subsiguientes hicieron evaporar cualquier tipo de certeza y desarticuló todas las creencias y convicciones previas. La realidad parecía ser arcilla y la voluntad humana, la artesana perfecta. Ahí está, en gran medida, el origen de todo lo que vino con posterioridad.

En las imágenes superiores, muestra del activismo político que inundó muchas creaciones artísticas en la Alemania de entreguerras. Arriba, portadas de la revista AIZ. Abajo, dibujos de George Grosz

 

En función de todo lo que hemos dicho hasta el momento, parecería que este artículo es más de Sociología del Arte que de temas estrictamente estéticos y creativos, pero es que, efectivamente, es difícil encontrar otra época en que, de manera tan generalizada, las concretas circunstancias históricas hayan influido de manera tan determinante en la configuración del discurso artístico o que, más bien, dicho discurso haya quedado tan condicionado por la doctrina, la ideología, el activismo o, como mínimo, por una necesidad de posicionamiento crítico urgente. Cualquier obra, consciente o inconscientemente, siempre está impregnada de la filosofía y del ambiente moral de la época pero las creaciones en la Alemania de entreguerras siempre dan la sensación de que han sido concebidas como si el mundo estuviera a punto de terminar, como si hubiera que inclinarse por alguna opción apocalíptica porque, de todos modos, la consumación de los tiempos estaría ya sobre la cabeza del artista (sobre las cabezas de todos los alemanes).  En muchas ocasiones (la exposición también lo hace), se alaba la constitución que estableció la República de Weimar pero, en gran medida, hay que considerar este régimen político como un sistema fallido casi desde sus comienzos. Comenzó con el enfrentamiento en el seno del SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania) y sus escisiones, el cual desembocó en la muerte a tiros de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, continuó con levantamientos e intentos de golpe de estado (p. ej., el intento de golpe de estado de Kapp y el levantamiento del Ruhr en 1920 y el putsch de Munich de Adolf Hitler en 1923) y la incapacidad del país para hacer frente a las reparaciones de guerra fijadas por el Tratado de Versalles, de tal modo que la financiación de la hacienda pública mediante la emisión de moneda fue el detonante de un terrible proceso de hiperinflación, que solo se resolvió con medidas que provocaron una fortísima depresión económica, la cual fue la antesala de la llegada definitiva de los nacional-socialistas al poder. Aunque es posible que en términos abstractos e idealistas la Constitución de Weimar fuera una de las más avanzadas de su tiempo, en términos prácticos (que son los que valen en política) claramente no fue la adecuada para encauzar la problemática y contradictoria situación de la nación, afectada ya de inicio por ese clima de pesimismo moral que el arte no hizo más que reflejar (y, en muchos casos, espolear y catalizar). Hasta cierto punto, el fracaso de este régimen se puede comparar con el que años después también experimentó la IV República Francesa y su reemplazo por la V República con la llegada de De Gaulle al poder y un cambio sustancial en el equilibro de fuerzas entre los distintos poderes del Estado. Ello demuestra que, en muchas ocasiones, los textos constitucionales no son los adecuados para determinadas realidades y, muy probablemente, el de Weimar, en gran medida, no lo era.


En la imagen, algunos de los cuadros que pueden verse en la exposición. De izqda. a dcha. y de arriba abajo: La pesca del pez dorado de Jeanne Mammen, Doble retrato de Hilde II de Karl Hubbuch, En el guardarropa de Jeanne Mammen, Desfile de modelos de Lovis Corinth, Grupo de casas en primavera de Johannes Itten, Reflejo de nubes de Karl Schmidt-Rottluff, Hugo Erfurth con perro de Otto Dix y Retrato del Dr. Haustein de Christian Schad

 

En función de todo lo que hemos dicho hasta ahora,  Alemania se encontró tras la finalización de la I Guerra Mundial en una situación de absoluto desánimo nacional, acuciada por graves problemas económicos y sociales que se agravarían con las indemnizaciones a las que le obligaba el Tratado de Versalles, con una constitución muy idealista pero que no tuvo en cuenta los problemas de gran envergadura que iban a tensionar el marco institucional y con una reacción en el mundo cultural que no iba a ayudar a reducir ni la crispación ni la polarización existentes a nivel social sino a atizar el fuego de la discordia. En definitiva, se enfrentaba a una coyuntura en la que el mundo del pasado se había extinguido y el país no sabía cómo dar a luz al nuevo y, frente a ello, se optó por la polarización y la radicalización como posibles vías salvadoras. Expuesto de esta manera, lo que vemos en la exposición nos puede recordar en muchas ocasiones al mundo actual. Porque, efectivamente, el mundo (nuestro mundo), tal como lo conocíamos, desapareció en una fecha que podríamos escoger entre el 11 de septiembre de 2001 (atentado contra las Torres Gemelas) y el 15 de septiembre de 2008 (quiebra de Lehman Brothers) y, desde entonces, nada ha sido igual. Desde esas fechas, caminamos en una especie de transición perpetua en la que ninguno de los problemas que padecemos llega a resolverse nunca y en la que no llega a configurarse un orden nuevo que supere las contradicciones en las que estamos sumidos. Además, cada vez en mayor medida, los productos culturales están imbuidos de una angustiosa situación de emergencia en la que predomina un discurso alarmista, polarizado y divisivo. Vemos la Alemania de entreguerras y es casi inevitable no ver al mismo tiempo nuestro propio mundo de hoy.


A la izqda., póster y maqueta del androide de Metrópolis (1927) de Fritz Lang. A la dcha., fotogramas de El gabinete del doctor Caligari (1920) de Robert Wiene (arriba a la izqda.), Berlín: Sinfonía de una gran ciudad (1927) de Walter Ruttmann (arriba a la dcha. y abajo a la izqda.) y El triunfo de la voluntad (1935) de Leni Riefenstahl

 

Por lo tanto, no es solo recomendable visitar esta exposición por el interés de un período cultural y social efervescente, fascinante y sumamente interesante sino también porque constituye una especie de espejo de nuestro presente o de lo que nuestro presente podría llegar a ser. No se trata meramente, como podría pensarse y como suele ser habitual en muchas de las reflexiones de estos tiempos, de inquietarse por el retorno de opciones autoritarias sino de intentar comprender los errores cometidos para que esas opciones autoritarias se llegaran a abrir camino. Entre 1918 y 1934, se acumularon tantos errores y omisiones que es más que conveniente volver a dicho período para aprender con el afán de intentar no repetir las equivocaciones de quienes nos antecedieron. Sin embargo, hay un dato que no invita al optimismo. La exposición de Caixaforum termina haciendo referencia a que, entre el 17 de marzo y el 6 de abril de 1929, tuvo lugar el llamado "Debate de Davos", un curso universitario que giró en torno a la pregunta de "¿Qué es el ser humano?" y que enfrentó a dos filósofos con visiones totalmente contrapuestas. De un lado, Ernst Cassirer y su visión humanista. De otro, Martin Heidegger y su visión de la angustia existencial.  Ernst Cassirer tuvo que exiliarse de Alemania tras la llegada de Hitler al poder y se marchó a Estados Unidos, donde dio clases en las universidades de Yale y Columbia, respectivamente, hasta su fallecimiento en 1945. Martin Heidegger permaneció en Alemania, llegó a ser durante un año rector de la universidad de Friburgo y jugó un papel que siempre ha sido muy controvertido en relación a su apoyo o no al nazismo. El "Debate de Davos" no sirvió para revertir la deriva en la que la sociedad alemana se había embarcado (raramente los debates filosóficos salen victoriosos frente al poder de la política) y, a día de hoy, Heidegger es una figura conocida mientras que Cassirer vive un relativamente discreto anonimato a pesar de que, en un contexto verdaderamente complicado, defendió los valores de la democracia liberal. La controversia entre estos dos filósofos demuestra que, en muchas ocasiones, seguramente más de las convenientes, la brillantez es más tentadora que la sensatez. El curso de la historia en los años posteriores a 1929 estuvo del lado de Heidegger y no del de Cassirer por impulsos muy difíciles de contrarrestar. No fue el menor de ellos que en momentos de crisis e incertidumbre se llega a pensar que se puede reescribir el mundo desde cero. Al final, esa idea solo dejó un reguero de sangre, cenizas y ruinas. Esperemos que ahora no ocurra algo parecido. Revisar el pasado, como hace esta exposición de Caixaforum, puede ayudar a evitarlo.

 

A la izqda., Ernst Cassirer, a la dcha., Martin Heidegger, los dos filósofos que participaron en el llamado Debate de Davos




 

Comentarios

  1. De lo mejor que he leído nunca como análisis de un momento histórico y sus fuerzas exógenas y centrípetas que terminaron por hacer implosionar una nación, un estado y un continente. De obligada lectura para analistas históricos y sociológicos.

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