(Este artículo fue publicado originalmente en la página web del autor, www.josemanuelcruz.es, con fecha 22 de abril de 2016)
Cuando, en estos días, conmemoremos el cuarto centenario de la muerte de don Miguel de Cervantes y Saavedra, seguro que pasaremos por alto un elemento que fue esencial en la vida del insigne escritor y que guarda un importante paralelismo con nuestra situación actual y con las encrucijadas que, en muchos terrenos, nos encontramos en el día a día. Cervantes vivió entre 1547 y 1616. Cuando vio la luz por primera vez en Alcalá de Henares, España era la primera gran potencia mundial y soñaba con alcanzar una posición de absoluta hegemonía en todo el orbe conocido. Cuando falleció en Madrid, el dominio hispano ya se había empezado a cuartear. La Armada Invencible había sufrido un colosal cataclismo frente a las costas inglesas. En los Países Bajos, bullía una férrea resistencia contra la corona española que esta se veía incapaz de doblegar. Y, en el plano económico, la hacienda pública se había declarado en bancarrota en 1557, en 1560, en 1575, en 1596 y en 1607.
Pero, trascendiendo lo que sucedía en el ámbito español, hay que remarcar que, al mismo tiempo, la vida de Cervantes se desarrolla entre el Renacimiento y el Barroco, justo en el gozne entre dos modos sustancialmente diferentes de ver y concebir la realidad y el mundo. La explosión de vitalidad, la exaltación del valor de lo humano por sí mismo (sin apelación directa a ningún tipo de trascendencia), la integración del pensamiento griego, romano y árabe y, en definitiva, la ruptura con el viejo orden medieval que caracterizaron a la visión renacentista dieron paso, de la mano de la Contrarreforma y del miedo al avance del protestantismo, a la recuperación de una concepción de la religiosidad que impregnaba todos los órdenes de la vida. Frente a un optimismo que invitaba a vislumbrar nuevos horizontes, se empezó a imponer una doctrina que buscaba, ante todo, el retorno a la tradición y a un espíritu poco propicio a búsquedas e innovaciones.
Imagen creada con Midjourney
En Don Quijote de La Mancha, los géneros literarios que articulaban la literatura del siglo XVI (la novela de caballerías, la novela pastoril –la historia de Grisóstomo y la pastora Marcela–, la novela morisca –la historia del cautivo–, la novella de origen italiano –El curioso impertinente– …) son invitados a participar en la trama para ser demolidos del mismo modo que el cura quema los libros “perjudiciales” que encuentra en la biblioteca de Alonso Quijano, como metáfora de una época que agoniza.
Más allá de la asombrosa similitud de ciertos pasajes con situaciones que, en la actualidad, ocupan los titulares de los periódicos (por ejemplo, en el capítulo IV de la primera parte, con la historia del muchacho azotado al que don Quijote intenta sacar de tan comprometido trance, con error aritmético a favor del agredido incluido –detalle incomprendido en muchas ediciones posteriores que corrigen equivocadamente dicho error– o, en el capítulo LIV de la Segunda Parte, con el encuentro de Sancho Panza con el morisco Ricote, expulsado de España y retornado de forma clandestina como un inmigrante irregular de nuestros días), hay un parentesco profundo entre el espíritu de El Quijote y el que nos ha tocado vivir en los tiempos que corren…
Cuando lo viejo agoniza y lo nuevo no ha nacido aún, hay que recurrir al idealismo, a la imaginación, al sueño de lo imposible que parece locura (que es el sentido profundo de la figura de Don Quijote) para intentar construir un nuevo futuro, virtudes que arrastran tras de sí al pragmatismo, al pensamiento a ras de tierra (simbolizado por la figura de Sancho Panza) que no es capaz de descubrir el nuevo orden entre las ruinas del antiguo. Como ambos personajes, hoy, cada uno de nosotros, nos encontramos atrapados entre dos épocas sin que lo ya aprendido nos valga de mucho y con la dolorosa incertidumbre de que todavía no hemos encontrado las ideas adecuadas para habitar el porvenir.
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