En los dibujos superiores, a la izqda., recreación del cartel de Fitzroy a la entrada del Teatro Maravillas de Madrid; a la dcha., recreación de una de las escenas de la pieza teatral
Decía la famosa canción de Cristina y Los Stop que: "Tres cosas hay en la vida / Salud, dinero y amor / Y el que tenga estas tres cosas / Que le dé gracias a Dios / El que tenga un amor, que lo cuide que lo cuide / La salud y la platita que no la tire, que no la tire / Eso es verdad, eso conviene / Porque el que guarda, siempre tiene". Posiblemente sin pretenderlo, ese grupo español de pop de los años 60 dejó fijado el programa estético esencial del costumbrismo, ese realismo que busca ser amable y de vocación fotográfica y que, habitualmente, gira en torno a temas sentimentales, monetarios y relacionados con el vigor y el estado físico de los cuerpos, es decir, en torno a las cuestiones más directamente pegadas al desarrollo rutinario de la vida cotidiana. En los tiempos actuales, el costumbrismo a pecho descubierto no tiene muy buena prensa (posiblemente, porque es una tendencia en que es excesivamente sencillo incurrir en el tópico y el cartón piedra) y el término casi tiene tintes despectivos, a pesar de que nos ha dejado algunas creaciones sumamente interesantes, no solo por su calidad estética sino también por su carácter de retrato de época y de personajes absolutamente reales y verídicos, por su condición de recreación de vidas, lugares y ambientes de un pasado (y también de un presente próximo y allegado) al que, gracias a las obras inscritas en dicha corriente, podemos acceder con suma y absoluta facilidad. Además de que, y no se trata de una cuestión menor, las obras costumbristas poseen una vivacidad, una frescura y un dinamismo de los que pueden carecer otro tipo de obras. Por ello, y como el costumbrismo, por su propia naturaleza, es un rasgo que nunca ha dejado de estar presente en mayor o menos medida en libros y películas, el gran desafío que han tenido que enfrentar los autores que lo han cultivado ha sido ejecutar variaciones de todo tipo para que el costumbrismo desarrollado no parezca tal. Porque, ¿acaso el dramaturgo Jordi Galcerán no es un autor plenamente costumbrista? Tanto El metodo Grönholm (2003), con su ácida mirada sobre la situación actual de las relaciones laborales (a pesar de tener ya veinte años, me temo que la obra sigue siendo plenamente actual), como Burundanga. El final de una banda (2010), fino diagnóstico sobre cómo abordamos y nos planteamos en estos tiempos las relaciones sentimentales, y El crédito (2010), sutil metáfora sobre el clima social que rodeó el fenómeno de la burbuja inmobiliaria, giraron en torno a dos de los temas de los que hablé al principio, el dinero (El método Grönholm y El crédito) y el amor (Burundanga). Quedaría la salud y en su última comedia, Fitzroy (2022), cuyo montaje se estrenó en el Teatro Maravillas de Madrid el pasado 15 de enero, bajo dirección de Sergi Belbel y con Amparo Larrañaga, Ruth Díaz, Cecilia Solaguren y Anna Carreño en el reparto, esa cuestión termina teniendo un peso central en el argumento (representa en última instancia el gran punto de giro de la trama) pero sin dejar atrás el amor (y sus problemas, conflictos y contradicciones) y el dinero (con sus siempre retorcidas derivaciones) que también están más que presentes en el desarrollo de la historia. Costumbrismo contemporáneo adaptado a la mentalidad, los gustos y las preferencias del espectador de hoy en día, y que el autor resuelve con la eficacia que siempre le caracteriza.
En el dibujo superior, recreación de otra de las escenas de Fitzroy
El título de la obra teatral se refiere al Monte Fitz Roy (o cerro Chaltén), situado en la Patagonia, en la frontera entre Argentina y Chile. Es una montaña de 3.405 metros sobre el nivel del mar cuya escalada se considera sumamente difícil y peligrosa, lo cual la convierte en únicamente asequible a alpinistas más que expertos. Hasta allí nos lleva la pieza teatral de Jordi Galcerán, con una cordada de cuatro mujeres que busca ser la primera expedición completamente femenina que logre llegar a la cumbre de tan complicado pico. Llegan a un saliente de roca en el que deberán permanecer unas horas antes de abordar el tramo final de la subida pero, entonces, surgirán circunstancias inesperadas que complicarán las intenciones iniciales de las protagonistas. Obviamente, el primer desafío que logra superar con éxito la obra es el escenográfico, habiendo sabido crear un decorado que, con suma sencillez pero plena efectividad, consigue llevarnos hasta las laderas de esa montaña imposible y plasmar una situación de manera plenamente verosímil. Teniendo en cuenta la premisa inicial, el segundo desafío es generar dinamismo en el desarrollo de la trama a partir de la ubicación de los personajes en un espacio reducido que no admite ni movilidad ni cambio creíble y lógico de escenario. Esto también se consigue gracias a continuos giros argumentales que, siendo coherentes con las características de las circunstancias y los perfiles de los personajes, mantienen permanentemente en vilo la atención del espectador. Finalmente, el tercer desafío vencido es el interpretativo, ya que las actrices hacen absolutamente creíbles sus personajes y saben moverse justo en el tono que la obra requiere, ese punto intermedio entre la comedia y las notas dramáticas que constituye el núcleo esencial del argumento. Debo destacar especialmente la interpretación de Ruth Díaz, que ya nos ha dejado variadas muestras de su talento en el cine (Tarde para la ira –2016– de Raúl Arévalo, Bajo la piel de lobo –2017– de Samu Fuentes, Vitoria, 3 de marzo –2018– de Víctor Cabaco, Sordo –2019– de Alfonso Cortés-Cavanillas, Hogar –2020– de Álex y David Pastor, Érase una vez en Euskadi –2021– de Manu Gómez, 13 exorcismos –2022– de Jacobo Martínez, La espera –2023– de F. Javier Gutiérrez) y que, ahora, en Fitzroy, también nos demuestra de modo patente sus virtudes para el teatro, con una gran capacidad para desplegar con sutileza las numerosas vertientes, facetas y aristas de su personaje.
En el dibujo superior, recreación de otra de las escenas de Fitzroy
En gran medida, analizar las obras de los autores teatrales de éxito es un medio para empezar a comprender las inquietudes, las motivaciones y los impulsos que mueven al público que las han acogido con entusiasmo y alborozo. Y, viendo en perspectiva El método, El crédito, Burundanga y Fitzroy, aparte de ir abordando esa triada de salud, dinero y amor, de la que hemos hablado al principio del artículo, podríamos afirmar que las obras de Jordi Galcerán tienen en común que muestran la posición, el comportamiento y las reacciones del que podemos denominar ciudadano común y corriente frente a situaciones que exceden y sobrepasan del marco de su rutina habitual y de las expectativas previsibles. Las piezas teatrales del autor (en la medida en que son aceptadas ampliamente por el público) revelan que, mientras que el costumbrismo tradicional centraba los problemas y dificultades de los personajes (básicamente, económicos o sentimentales) en factores derivados del mismo entorno, problemas que, por tanto, eran claramente reconocibles o con los que el público podía llegar hasta a identificarse con facilidad, en las obras de Galcerán los problemas de los protagonistas irrumpen en la trama como OVNIs difíciles de asimilar y manejar. Desde el punto de vista sociológico, ello casi remitiría a la letra de Ballad of a Thin Man de Bob Dylan: "Because something is happening here but you don't know what it is / Do you, Mr. Jones?". Porque algo está ocurriendo aquí y no sabes lo que es. ¿O no, Mr, Jones...? Posiblemente, de manera involuntaria (o, quizás, no tanto), El método, Burundanga, El crédito y Fitzroy retratan el estado de ánimo psicológico de los estratos sociales que no tienen problemas obvios y evidentes pero que, a pesar de ello, intuyen que algo no acaba de ir bien y que, más tarde o más temprano, todo va a saltar por los aires, situación que llevamos viviendo un par de décadas y que hace inevitable que, antes o después, a pesar de los intentos de mantener acalladas las voces que advierten de las fricciones y desajustes existentes, las señales de crisis o de temor a una crisis impredecible salgan a la luz o se insinúen con sutileza o entre líneas. Las obras de Galcerán vendrían a ser, de este modo, el susurro enmascarado de todo un mar de fondo que cada vez es más ruidoso y estridente. Más allá de su anécdota, podemos contemplar a las mujeres que intentan llegar a la cumbre del monte Fitzroy como una metáfora de todos nosotros en los tiempos actuales, como personas que no desean renunciar a aspiraciones elevadas aunque todas las circunstancias estén en nuestra contra y, hasta cierto punto, nosotros mismos seamos nuestros propios enemigos. Por eso, nos identificamos con ellas y nos sentimos cómplices de su atrevimiento. Esa es la gran habilidad que Jordi Galcerán sabe manejar a la perfección y de la que, en Fitzroy, vuelve a hacer gala.
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